Introduciendo en la máquina del tiempo los datos disponibles y programándola hacia el pasado, voy a tratar de realizar un simulacro de ensayo de cómo pudo ser la consagración y dedicación de este templo, de haberse llevado a cabo en 1712. Las obras de la cúpula, según el contrato, debieron estar acabadas para finales del referido año. El retablo todavía estaba por determinar si se hacía según el proyecto de continuación de la obra, redactado por el arquitecto Toribio Martínez de la Vega, en 1702, o como finalmente se contrató, en 1733, con el escultor oriolano Jacinto Perales, de madera tallada, incluidos los santos, ángeles y arcángeles. No estaba el enlosado de piedra ni el presbiterio, ni el piso de la nave central y las capillas laterales. Tampoco había ningún retablo ni altar en el crucero ni en las capillas, por lo que la ceremonia se haría sobre un altar provisional, instalado al efecto, al pie de la pared frontal del retablo. El clero oficiante lo compondrían el Obispo Belluga, con el cargo de virrey y Capitán General de Valencia y Murcia, el vicario general del Obispado, el cura párroco don José Vives Ruiz, el cura teniente y sacristán mayor don José Zárate Cutillas, el cura fabriquero (comisario de las obras) don Diego Atienza y el presbítero natural de Abanilla don Juan de Flores, así como los diáconos que hubiere y demás acólitos. También pudiera ser que acudieran al evento los curas de los pueblos vecinos de Benferri y Fortuna, así como algún Freire del Sacro Convento Calatravo o de la Mesa Maestral, con sede en Almagro. De las autoridades civiles, y en lugar preeminente, debieron asistir el Concejo pleno (alcalde y concejales) y los alguaciles, así como el administrador y el gobernador de la Encomienda y los Enríquez de Navarra, nobles afincados en la cañada de la Alheña y la Casa Pintá. El comendador don Juan de Cereceda y Carrascosa, que contribuyó con un donativo importante para las obras de la cúpula, es muy probable que no pudiera asistir, porque su condición de militar en activo se lo impediría, al estar ocupado en misiones inherentes a la Guerra de Sucesión. También estarían el escribano público y el notario apostólico, los cuales levantarían acta del acontecimiento. Los priostes de las cofradías de aquella época: la del Santísimo, la de la Santa Cruz y la de la Virgen del Rosario, estarían también en lugar preeminente. El desarrollo de la ceremonia debió ser muy similar al de ahora, sobre todo en lo básico y elemental. Los cánticos los haría el coro parroquial, acompañados de los músicos con instrumentos portátiles de cuerda, viento y percusión, porque es impensable que el órgano del coro estuviese instalado. Si se llegaron a poner reposteros (tapices) en la pared frontal, por encima del altar, debieron ser: uno con la cruz de Calatrava, otro con el escudo de la Diócesis y otro con el del Concejo que, con casi toda seguridad, sería el del blasón que hay en el retablo, entre la hornacina de San José y la Inmaculada. Sobre el altar debieron poner un crucifico de los que habían en la de San Benito y algún cuadro o imagen de San José, por lo de la dedicatoria del templo a su advocación. Tampoco faltarían a la ceremonia, y en lugar destacado, los donantes del solar del templo, los padres o abuelos de José Tristán Rocamora. Por razones obvias, la ceremonia se tuvo que realizar en horario diurno, posiblemente por la mañana. El Obispo debió llegar el día anterior y se le efectuaría el recibimiento en la calle Pintá o en la Encomienda. Es demasiado suponer, pero no imposible, que como reliquia pusieran en el altar el “lignum crucis” que tenía en propiedad la familia donante del solar, cuya constancia quedó reflejada en una escritura de 1780, del referido J. Tristán Rocamora. La feligresía asistente debió ser la totalidad de la población, al menos la del casco urbano, y se sentarían en las sillas que cada uno llevara de sus casas y los que no de pie. La suposición de que el templo haya perdurado en el tiempo sin consagrar o sin dedicar, es bastante peregrina, conociendo el puritanismo de Belluga y el celo de las Órdenes Militares en estas cuestiones, pues los visitadores (inspectores) que realizaban periódicamente las visitas lo hubieran hecho constar en sus actas. Se ha encontrado la más próxima, la de 1719, y por lo descrito se puede deducir todo lo contrario, aunque cabe la remota posibilidad de que no se consagrara en 1712, sino algo después. En la visita de los Calatravos, en 1719, consta que revisaron la iglesia de San José el 16 de agosto, anotando de ella lo siguiente: El altar mayor con el sagrario, con vasos sagrados y cálices, aras, lienzos, manteles, evangelios y cruces; y los altares de San Francisco Javier, el de la Virgen del Rosario y el de las Ánimas Benditas, la pila bautismal y la sacristía en orden y una limpieza y decencia intachable. Dos días después revisaron la de San Benito. Lo relatado da argumentos de sobra para considerar que ya se estaba ejerciendo el culto en nuestro templo. El piso de piedra de la nave central, se puso casi al final de concluirse toda la obra en la que se necesitaba instalar grandes andamiajes en el interior, excepto el retablo, cuya terminación final fue en 1763.
Las recreaciones literarias o escénicas del pasado no pueden ser exactas y serán más imprecisos cuantos menos datos y testimonios se tengan. Este relato sólo es un breve intento de rescatar lo que pudo ser, con los escasos datos disponibles. Otra de las incógnitas pendientes, es la de saber en qué fecha pudo llegar a Abanilla el “lignum crucis” que tuvimos hasta 1936, porque el hecho de que la cofradía ya existiera, al menos desde 1564, no implica que se dispusiera de algún relicario del Santo Madero, como sucedió en otros lugares. Por tanto, analizando los inventarios de la iglesia de San Benito y la de San José, así como las actas de los inspectores visitadores, hasta mediado el siglo XVIII, no se observa más que la referencia a las reliquias de San Benito y de las Once Mil Vírgenes. El primer dato encontrado es el de un testamento de 1760, en el que se encargan misas en el altar de la Santísima Cruz, de la iglesia de San José. Este dato de Santísima es una inequívoca referencia a que había una cruz relicario con el “lignum crucis”. Y en el informe de las Hermandades y Cofradías, de 1770, ya consta que el 3 de mayo se celebraba la fiesta, con misa, sermón, procesión a bañarla en el agua de la huerta, soldadesca (capitanes, pajes y tiradores), fuegos (pirotecnia), música y danza. El diccionario de Madoz, en 1850, refiere el mismo protocolo y habla de “una cruz pequeña, que piadosamente se dice aparecida”, que se baña en la acequia mayor, con gran estrépito de trabucos. Esta expresión de “piadosamente aparecida”, nos indica que no hay referencia ni constancia documental del hecho, mantenido por la tradición.
Concluyo intentando aclarar la presunta duda que puede surgir entre consagración, dedicación y bendición de un edificio religioso. Si se va a dedicar al culto Divino debe estar bendecido y consagrado y, por lo general, también dedicado. Estas tres funciones se suelen hacer en una misma ceremonia, reservada al Obispo; formando la bendición parte de la consagración. Tratándose de ermitas y de capillas de particulares, el cura párroco puede bendecirlas, pero no se puede celebrar la Eucaristía (misa) en ellas, si no se dispone sobre el altar un ara (losa de mármol consagrada por el Obispo, que lleva incrustada una reliquia autentificada de algún santo) y se tiene el correspondiente documento expedido por la autoridad eclesiástica, autorizándolo, llamado “Breve”. La ya desamortizada y demolida ermita de San Sebastián y San Roque (San Antón), fue bendecida y consagrada por el obispo don Esteban Almeida, el 6 de diciembre de 1561, según consta en el acta que el escribano levantó al efecto. La ermita de Mafraque, que está en total derrumbe, de propiedad particular, tiene su Breve, de 1776, que se conserva en el Archivo Parroquial. La ermita de Santa Ana que, probablemente, pudiera datar de finales del siglo XVI, tiene su ara y en ella se celebraba misa cada 2 de mayo y cada 26 de julio, hasta la reforma litúrgica pos conciliar del Vaticano II. La ermita de El Tollé la bendijo el cura párroco don Domingo Vicente Ripoll, en la década de 1950, cuando se cubrió aguas. La ermita de Mahoya, que data su construcción de primeros del siglo XX, no se celebró misa en su interior hasta la década de 1940. Se conservan fotografías de 1917 y de antes de 1936, en las que se aprecia que se celebraba misa de campaña, en un altar montado al efecto, en el exterior. De la ermita de la Casa Cabrera, de propiedad particular, contemporánea de nuestro templo y tan similar que parece su maqueta, erigida en la finca que era propiedad del comendador Cereceda, sólo sabemos que se ha celebrado misa en su interior con motivo de la festividad de San Juan Bautista, con la antigua liturgia anterior al Vaticano II, con un ara que se llevaba de la parroquia. En el año 1818, el Obispo de la Diócesis, en su informe “ad límina” dice: La iglesia parroquial de Abanilla, dedicada a San José, permanece sólida y está dotada de ornamentos y vasos sagrados para realizar los oficios divinos. En su demarcación territorial existen seis ermitas públicas, dos de ellas en estado ruinoso; las otras cuatro tienen ornamentos y vasos sagrados; y en ellas se celebra el santo sacrificio de la misa. También existe un oratorio público y otro privado, en los que también se celebra misa. Y contradiciendo lo anterior, el diccionario de Madoz, en 1850, dice de las ermitas que “en ninguna de ellas se celebra el santo sacrificio de la misa”.
Esta recreación histórica está basada en datos recopilados de los diversos libros y publicaciones sobre Abanilla, exenta de invenciones novelescas. Si no sucedió así en tiempo y forma, tampoco es descabellado pensar que pudo haber sucedido, sin que hasta ahora podamos demostrar lo contrario, salvo los errores evidentemente contrastados con otras fuentes documentales. Hay un dicho que advierte que la historia es lo que otros dejaron escrito, pero nosotros no podemos asegurar que realmente sucediera así, pero tampoco debemos dudar, sin fundamento, que no lo fuera. Nuestra iglesia ha sido vuelta a consagrar por aquello del por si no lo estaba; y no ha estado de más, pues como dice un conocido refrán: “Las cosas de Dios, cuanto más mejor”.
Juan Manuel San Nicolás Sánchez, licenciado en Historia por la UMU
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